Me acerco a un caballo y no dejo de observar sus movimientos para intentar adivinar si tiene el ánimo de recibir mi saludo. «Las orejas se están pegando a su cabeza, mejor no, está enfadado». Con este y otros pensamientos parecidos, me descubro con la mano en el aire, sin llegar a acariciarlo, en el encuentro de un absurdo medio metro de distancia que pocas veces sobrepaso. Adoro el mar del norte, pero en el momento en que me doy cuenta de que no hago pie, el roce de un alga cobra vida en mi imaginación, repleta de criaturas marinas desconocidas. Regreso unas brazadas hacia la orilla, lo justo para tantear de puntillas la arena de vez en cuando mientras los demás nadan en una carrera hacia la baliza verde que nunca toqué.
Mi percepción de la prudencia es, en fin, un sensor estropeado. Se dispara cuando la vida- tan viva y salvaje- se me presenta en su novedad y el respeto se estremece de más, convirtiéndose en miedo. Entonces no sé cómo vivirla: el caballo y el mar se convierten en algo ajeno a lo que apenas puedo acercarme, no sé cómo ganarme ese derecho que veo a otros hacer suyo con la mayor de las naturalidades. No obstante, la vida parece apiadarse y me ayuda a corregir la balanza. Unas veces lo hace a través de la hartura de este freno, que engorda las ganas. Otras veces lo hace a la fuerza, ignorando mis reparos: una de estas últimas llegó el día que sostuve a mi hijo entre mis brazos, hace poco más de un año.
Nuestro bebé nació redondo y precioso. Tuvo que permanecer su primer mes de vida en la UCI del Hospital de La Paz, en Madrid. En el interior de una infraestructura enorme con aspecto decadente y el esfuerzo de reformas constantes, los cuidados son, en efecto, intensivos: además de una profesionalidad exquisita, nuestro pequeño fue recibido y tratado con ese cariño que toda persona merece pero no siempre tiene. El amor tan nuestro y que tanto necesitamos para ser recibidos en el mundo y para marcharnos de él.
Allí, parte de nuestro trabajo diario era la gestión de expectativas, y no esperábamos que a los dos días de nacer ya pudiéramos cogerlo. Nuestro hijo estaba sumido en un constante letargo que parecía un plácido sueño y aún no había abierto sus ojos al mundo. Para nosotros seguía recién nacido y el tiempo, que tantas veces corre deprisa, se había parado en lo que parecía un día muy largo. Enfundados en el traje de polipropileno, mi marido Titos y yo nos miramos mientras escuchábamos la noticia. No olvidaré sus ojos verdes y brillantes, como el verde mar cuando está agitado, sus párpados entrecerrados que me hacían saber que sonreía bajo la mascarilla.
Despacio y vigilando que nada se soltara, el enfermero levantó a nuestro bebé de la cuna en una solemne elevación, mientras otra enfermera acompañaba sus movimientos con los cables en sus manos. Lo colocaron a cámara lenta entre mis brazos, el respeto galopaba a través de mis nervios y las lágrimas no sabían si subir o bajar. Era como sostener algo divino que no ocupaba más que mi antebrazo. Justo cuando empezaba a disfrutar, el miedo quiso romper la piñata con un garrote y echar a perder todos los dulces. Era mi hijo, y aunque yo me repetía esta realidad mientras le acariciaba sus brazos blanditos y su cara perfecta, emergió azuzando: “así lo vas a asfixiar, vaya manera de cogerlo”, “no te muevas”, “qué horror”, “no le gusta estar en tus brazos”, “ni siquiera ha notado que eres su madre, no sabes conectar”. “¿A qué llora? Verás”.
Titos, sin saberlo, colaboró en un nuevo gesto de piedad que me sacó del torbellino. Si yo le acariciaba, Titos agarraba sus carnes como si quisiera comérselas de verdad. Donde yo lo contemplaba enmudecida, él le hacía bromas y preguntas que se contentaban con el silencio como respuesta. Donde yo me mantenía alerta, él casi pegaba su mascarilla al cuerpo de nuestro pequeño para olerlo sin descanso. Cogió uno de sus pies regordetes, rodeándolo con su mano: “¿Pero y este pie? Mira mamá qué pie más grande tengo… Vas a tener que dejarle tus zapatillas, mi amor”.
De pronto, mi amor contenido salió en forma de risa y de lágrimas. Juntos parecíamos cerrar, como dos cáscaras con nuestros cuerpos, a nuestro hijo en un abrazo diferente. Ya en los brazos de Titos, nuestro bebé levantaba las cejas intentando abrir los ojos cada vez que escuchaba a su padre bromeando. “Este muslo lo vamos a poner en la paella del domingo, y este otro en el cocido”. Ese día aprendí a vivir y adorar de otra forma, y el miedo se quedó apabullado por la ternura. Avanzada la noche, cuando nos disponíamos a irnos para descansar unas horas, antes de salir del box, nos giramos una última vez y pudimos ver los ojos de nuestro hijo, negros y abiertos.
Me ha encantado, incluso más por el hecho de estar esperando nuestro segundo hijo cualquier de estos días. Es tan Español hablar de como cocinar un bebe. Al principio pensaba que era solamente algo de la familia de Claudia, pero cada vez más me doy cuenta que es común, y me hace mucha gracia. Gracias por compartir.
Mi Mery... Increíble... Que suerte tenemos. Gracias por contarlo!